El centinela atravesaba, meditabundo, el colosal manto de roca calcinada. El pulso de su corazón se acompasaba con el pálpito al que se encaminaba. Estaba acostumbrado a desenvolverse mediante el ardid, la mentira y el disimulo. Sobrevivía con lo tácito, lo indebido y lo inadvertido. Porque el centinela había sido llamado para una misión.
Inmerso en la hipnosis, trance que había experimentado en no pocas ocasiones, se había descubierto vistiendo otras pieles, mas poseyendo el mismo interior. Un niño, en lo alto del mástil de un gran barco, oteando un esquivo horizonte. O un muchacho, surcando el inmenso desierto, en pos de un grandioso designio. Dos más uno eran tres. Y tres era uno mismo. Así se lo recordaba su antojo de nacimiento, que hoy ardía con insistencia.
La sospecha había llegado antes que la certeza y el convencimiento. Al principio, lo intuyó durante aquellas hipnosis. Después, sus progenitores se lo confirmaron. Él había nacido para desempeñar una misión igual de relevante que arriesgada. Existía una energía, un prodigio maravilloso que habitaba en las entrañas de aquella hermosa tierra. Tenían que conocerlo y, así, protegerlo. Sus destellos eran cada vez más intensos. Pero una oscuridad amenazaba con cernirse sobre ellos hasta engullirlos.
El latido palpitaba en las profundidades de la montaña de fuego. Él lo notaba. Lo percibía cada vez que se adentraba en el corazón de la isla, la montaña y el valle. Aquella energía, entre otros portentos, emitía una vibración capaz de introducirse dentro de la mente y el cuerpo, alcanzando el fuero más íntimo de las personas. Traspasaba todas sus pieles y miraba directamente a su interior.
Él lo investigaba, estudiándolo con fascinación. Trataba de entender el funcionamiento de sus efectos. A su alrededor, había muchas personas, todas ellas piezas de un complejo rompecabezas. Algunos eran sus necesarios aliados, aunque aún no lo supieran. Pero un hombre, aquel que ansiaba el poder de dicho latido, era su enemigo, el mayor de todos; aunque pretendiese aparentar que no lo era.
El centinela tenía una misión. Los velos caerían, y las identidades se desvelarían. Había llegado el momento. Desapercibido, regresaba a la montaña para adentrarse en el lugar. Pensaba que la noche sería su aliada. Por desgracia, desconocía que ésta se terminaría revelando como su perdición.
El centinela no sabía que el final de sus días era inminente. Ni que, cuando la penumbra le envolviese, únicamente la endeble fe del científico podría resarcir la injusticia de su muerte…