El artista

El artista se acababa de despertar. Aunque él no regresaba de un sueño, puesto que no dormía. Él volvía de una ensoñación diferente, en la que hallaba mundos distintos. Era habitual en él. Era la fuente de su arte. Esa madrugada, había vuelto en sí como si su ser estuviera acompasado con otra persona, con alguien con el cual, efectivamente, estaba íntimamente entrelazado, a pesar de estar allá en la otra isla, separado de él por el mar.

El artista pintaba. Su arte eran sus cuadros. Su mente nunca dejaba de viajar y descubrir imágenes nuevas. Mas él no creaba. Él encontraba. Porque sus obras no eran invención suya, sino la recreación de escenas que existían más allá, materializadas en este mundo por medio de su pincel. Así surgían sus pinturas. En noches como esas, muy frecuentes en él, podía tirarse horas en vela, absorto y poseído entre pinceladas.

El artista estaba dotado de una visión singular, de una perspectiva privilegiada. Todavía desconocía que ese don conllevaba un sacrificio, un reverso dificultoso. Por el momento, se limitaba a disfrutar de la gozosa enajenación de su arte. En sus cuadros, se reflejaban los mundos que su interior atisbaba.

En un cuadro, la lluvia caía sobre las calles de un reino remoto. Era una jornada de cielos y ánimos tan grises como abatidos. Se veía cómo una comitiva silenciosa e inmutable secundaba la caminata funeraria de una reina, vestida enteramente de luto y cabizbaja, cuya faz no se vislumbraba, aunque su pena fuera patente.

En otro cuadro, desde un cénit vertiginoso, se contemplaba pavorosamente una erupción volcánica. La enorme caldera coronaba una isla salvaje que iba tornando de paraíso en averno. Unos hombres, diminutos cual hormigas, intentaban escapar del desastre. No era seguro que lo consiguieran. La lava era roja y dorada.

En un tercer cuadro, se distinguía la solemne silueta de una pirámide escalonada en mitad de un desierto idílico de arenas límpidas y dunas incontables. Una mano, de alguien cuyo rostro no era reconocible, se mostraba tendida hacia el espectador. Era el gesto de una invitación a acudir a ese enclave. Era una llamada.

Así, entre esas pinceladas, el artista se preguntaba el porqué de su sino. Pensaba en sus ensoñaciones. Pensaba en lo que en ellas hallaba. Recordaba cómo, a menudo, inmerso en ellas, entreveía, multiplicada por tres, la imagen de la madre