Su pelaje era del mismo color que la noche. Y esta era su terreno. Bajo el hechizo de la Luna, presentía, correteaba, se escabullía, y conseguía todo cuanto quería. Sus ojos de iris dorado alumbraban hasta las más profundas tinieblas. Le permitían ver las muchas cosas que el resto de los habitantes no discernía. ¿Cómo podían estar tan ciegos?
Todo era diferente cuando el Sol refulgía. Entonces, las personas sí le percibían. Algunos se asustaban. “Mal presagio”, susurraban. Él se ocultaba. Pero esos no comprendían la verdad: que todos estaban atrapados por la energía que gobernaba la ciudad. Y que esa ciudad era todo el mundo. ¡Y qué distinta era la ciudad según la noche o el día!
La noche era su terreno, sí; y las alturas, su debilidad. Brincaba de un lado para otro. No importaban los obstáculos. Siempre existía un sendero escalonado que solo él advertía. Conquistaba los tejados. Escrutaba el horizonte incierto. Maullaba, brincaba y extendía su pata, en un terco intento por arañar la Luna. ¡No se rendía!, ¡lo conseguiría!
Esa noche, trepó hasta su azotea favorita. Se deslizó hasta la terraza de una buhardilla. Inadvertido, observó a un hombre taciturno en su solitaria y maldita vida.
Aquel hombre le gustó. Y se dijo que muy pronto le conocería.