Realmente pensaba que, a esas alturas de la vida, era imposible que uno se encontrase ante sensaciones o emociones desconocidas. Pero todo aquel día era tan extraño…
Toda su vida le habían respetado o, mejor dicho, le habían temido. Ni le contradecían ni le importunaban. Él persistía y triunfaba. No se arredraba. Los remilgos no eran para él. Los remilgados le asqueaban. A él no le iban los escrúpulos. Era fuerte y, sin embargo, de pronto, sus métodos y creencias le habían fallado allá donde más podía dolerle.
La niñita había fallecido. ¡No podía soportarlo! El tratamiento que él propuso fracasó y no logró curarla. Para colmo, detestaba la idea de que la incinerasen, de no tener donde visitarla. Pese a todo, no discutiría más con su hijo; le había perdido. Y la pobre madre, que donó lo más valioso por quien más amaba, también se hallaba destrozada.
Una oscuridad irrevocable se había instalado en su corazón. Miró en rededor. Vio cielos teñidos de cenizas y flores muertas. Renqueante, se alejó de ese horrible lugar. El odio aumentó en él. La injuria sufrida por su familia debía ser vengada. En aquel paraje, supo contra quién iba a jugar la última partida de su vida; contra quien hasta entonces había creído que estaba de su lado: contra la fortuna. Y, con arrojo, empezó a mover ficha.