El doctor

El paisaje nocturno desde la ventana del despacho era fascinante. Apenas había luces, y las siluetas se confundían en la penumbra. A pesar de la brisa que corría, él se sentía acalorado. Pero su calor no procedía de fuera, sino de sí mismo, y se hallaba conectado al interior de aquella fabulosa tierra.

Él no era un doctor de los que curaban enfermedades físicas. Él trabajaba en un ámbito más íntimo y evasivo: la psique y el alma. Sin embargo, sus conocimientos y destrezas estaban resultando inservibles para sanar sus propias pesadumbres. Eso, sin duda, era la mayor frustración de un facultativo.

El doctor era un padre sin hijo. No tenía ni dónde buscarle ni adónde ir para llorarle. Pero sabía, sin dudarlo, que ya no le tenía. Le había perdido. Había sido víctima de su sino, de algo muy superior a todos ellos. Mas el carácter de grandeza de la situación no les aliviaba para nada, ni a él ni a su esposa.

Durante sus primeros años de trabajo clínico, había aprendido a escuchar y entender. Trataba depresiones, obsesiones, sinsentidos Y comprendió que podía escuchar algo más que la voz física. Mediante los procedimientos adecuados, fue capaz de transportar a sus pacientes a distintos estados, a sus otras pieles. Halló niveles de conocimiento con los que lo aparentemente casual adquiría significados novedosos y reveladores.

Sin él percibirlo, el día que efectuó aquellos descubrimientos, aceptó un sino con pesados requerimientos. Por esa senda, acabó conociendo a una mujer fantástica que le condujo a un mundo vinculado con la dichosa maravilla hallada en las entrañas de esa isla, allá en la montaña, bajo el valle.

Pero su único hijo, el tercer miembro de su familia, se había implicado peligrosamente en la cuestión. Y, ahora, le habían perdido. Jamás volverían a sentirse completos. Porque ya nunca uno más uno sumarían tres.

El doctor no sabía qué hacer. Se limitaba a contemplar aquel hermoso paisaje nocturno desde su ventana, tratando de respirar bien hondo para no terminar incendiándose por dentro. Y no dejaba de repetirse que el decano, esa figura tan oscura, era el culpable de todo. Pues ya lo había sido otras veces