La matemática se escabullía de la realidad bajo el fresco chorro de la ducha. No se le había ocurrido nunca que su mayor dilema pudiese estallarle en la cara de una manera tan explícita y precipitada. Sin embargo, sabía que la cuestión nunca se había definido ni zanjado como requería. Por eso, ahora tenía que tomar una decisión. Tenía que decidir entre uno de los dos.
Mientras se secaba, admirando su borrosa desnudez en el espejo empañado, se notaba electrificada y revolucionada. Todas sus terminaciones nerviosas, diseminadas bajo su epidermis, estaban excitadas. Aquel que no era su novio esperaba en el salón a que ella adoptase su determinación.
Ella era, por supuesto, mujer de ciencia y razón. Sólo discurría por hipótesis plausibles, exámenes empíricos y conclusiones refutables. Olvidaba que no todo podía someterse al mismo método. Ahora que vivía en la isla y trabajaba en la montaña donde, oculto bajo el valle, latía un pálpito prodigioso, se daba cuenta de ello.
La primera alternativa era su novio, el hombre con quien llevaba los últimos años, con mayor o menor intensidad y estabilidad. Sabía que, en muchos aspectos, él jamás sería como ella querría. También apreciaba cómo se complementaban. Le quería, aunque su ensamblaje fuera imperfecto. Y ¿acaso existía lo perfecto?
La segunda alternativa era el chico que ahora aguardaba al otro lado de la pared de su dormitorio. Conectaron nada más conocerse. Durante mucho tiempo, se conformaron con la ambigüedad. Aunque, siempre, algo inquieto en su interior le advertía que estaba arriesgándose en exceso. Mas no lo podía evitar.
Ellos dos y ella sumaban tres. No obstante, recientemente, ella había comprendido que sus indecisiones sentimentales eran lo de menos. Porque había conocido al doctor. Este hombre, valioso mentor y consejero, le había descubierto un cúmulo de ideas que ella ni siquiera concebía, cambiando el significado de todo lo que ella estimaba incuestionable, ampliando asombrosamente su mundo. Gracias a él, o por su culpa, ahora entendía que las opciones entre las cuales se debatía eran meros detalles de la auténtica decisión, para nada baladí.
De manera que, terminando de secarse, fue cavilando cómo actuar. Decidir era su libre albedrío. Y, para seguir su sino, el cual acababa de descubrir, se serviría de sus mejores armas: las cifras, los números, los cálculos y la geometría…
Demasiado racional… cuando el amor es pura emoción.
Curioso texto en el que se matematiza de esa manera tan “exacta” el amor. Me ha gustado 🙂
Muchas gracias, Ana.
Efectivamente, la matemática, acostumbrada a lo racional y lo empírico, querría resolver su dilema aplicando una fórmula. Pero la fórmula no existe. Y ahí empieza su dilema, que seguirá próximamente.
Enhorabuena por tu trabajo. Te sigo.
Saludos.