El latido del cielo

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Resultaba imposible no mirarlo. Era un espectáculo de hipnótica belleza. Protagonizaba la coreografía nocturna de la bóveda celeste. Brillaba en una cadencia que entrañaba una verdadera cuenta atrás; aunque, entonces, pocos lo sabían. Cada destello era un grano de arena cayendo al otro receptáculo del reloj.

La historia de esa tierra era milenaria y complicada. Fue la cuna de la civilización, si bien muy pocos solían recordarlo con el debido respeto. Vivió numerosas dinastías y estados. Cambió de orden y nombre en bastantes ocasiones. Fue imperio, monarquía y república. La azotó la tiranía; después, la avaricia. Y, poco a poco, fue convenientemente olvidada por los poderosos. Pero, por suerte, no por todos.

Ahora, en un punto remoto e incluso inadvertido, entre sus urbes, servía de refugio para una energía excelsa. Tal situación se había concebido a lo largo de siglos, de modo sigiloso y paciente, cuidando cada detalle. Los fieles a la causa transmitían el deber de cuidarla de generación en generación. Tres niveles la amparaban.

Primero, estaba el desierto. Se extendía por todas direcciones. Kilómetros y kilómetros de arena alrededor disimulaban la existencia de ese escondite. Su horizonte se antojaba inalcanzable. Las dunas mutaban su fisonomía constantemente. Las ventiscas podían ser muy peligrosas. El cielo se mostraba tan límpido como el terreno.

Segundo, surgía la ciudad. Pero únicamente quien conocía su ubicación exacta era capaz de localizarla. Era una especie de ciudad-estado, con una jerarquía y una religión a la que se adherían fielmente todos sus habitantes. Una muralla la circundaba y protegía. Su día a día era manso y discreto. Todos servían al bien superior.

Tercero, se alzaba la pirámide. Era una construcción formidable: formas firmes, tamaño grandioso y grabados realmente curiosos. Su arquitectura era escalonada, formada por nueve niveles. Arriba, encima del piso noveno, se erigía la última edificación, en la cual moraba la máxima dirigente de quienes allí convivían.

En sus profundidades, aguardaba latente la energía primigenia. Mas la amenaza se cernía sobre todos ellos y sobre dicho poder. La guerra era inminente. Todas las sospechas y los vaticinios coincidían en ello. Cruzarían los tres niveles. Y los granos de arena continuaban derramándose ineludiblemente.

El latido triple que palpitaba en el firmamento auguraba la llegada de dicha hora. Era una estrella compuesta por tres soles. Su posición y sus destellos entrañaban un lenguaje que muy pocos entendían.

Así, instruido en él por una anciana centenaria, aquella noche, el heraldo cruzaba el país en busca de un advenimiento extraordinario

 

2 comentarios

  1. Ana Bolox dice:

    Continuarás la historia, ¿noooooo?

    No me dejes así, por favor 😉

  2. ¡Por supuesto que continúa! 🙂

    Mañana seguimos con el relato “El heraldo”. Y todos los relatos están interconectados.

    Muchas gracias por tu comentario, Ana.

    Nos leemos.