A la mañana siguiente, el guerrero emprendería una dura, larga y crucial travesía. Fulgurante por las noches, últimamente visible incluso durante el día, una tríada de estrellas, siempre unida, siempre acompasada, centellaba con creciente energía. Lo hacía de manera hipnótica. Enviaba mensajes en códigos intrincados. Los ancianos así decían interpretarlo. Les avisaba de que la hora había llegado.
El guerrero no había pedido tener esa posición. Aunque, si lo pensaba, pronto entendía que nunca había solicitado ninguna de las cosas, ya fueran buenas o malas, que la vida le había dado. Su sino era defender a las gentes de su aldea. Había heredado de su padre, quien ya había fallecido, el tácito liderazgo sobre el lugar. Su sentido del compromiso y de la responsabilidad le forzaban a desempeñarlo. Mas escondía dos miedos: el miedo a no ser la persona indicada, y el miedo a sí serlo.
En muchos aspectos, el guerrero siempre se sentía partido en dos mitades. Una marca de nacimiento que recorría su piel lo insinuaba. Él presentía que le habían arrancado algo de su esencia más íntima. Probablemente, se trataba del eco que la ausencia de su madre, la cual murió al dar a luz, había dejado en su existencia.
Además, advertía otros indicios, más dicotomías. A pesar de que no solía hablar de ello, experimentaba unos sueños vívidos e intensos. Aunque, más que sueños, la mayoría eran pesadillas. Las escenas eran angustiosas y amenazantes. Le azoraba una presencia indefinida, tenebrosa, que le acechaba y atacaba de improviso. Esa presencia le odiaba, anhelaba conquistar su posición, y se mostraba cada vez más próxima. A veces, percibía cacofonías: la mezcla de las risas y los llantos de unos chiquillos.
Cuando despertaba, en ocasiones, se sorprendía preguntándose si en algún sitio, tal vez en un punto remoto, tal vez en otra vida, se encontraría una persona que tuviera sueños opuestos a los suyos; quizás, una versión antitética de sí mismo.
Esa noche, la previa a la partida, meneó la cabeza alejando tales tribulaciones. Trató de dormir. La travesía comenzaría en unas pocas horas. Iría solo. No sabía si conocería más camaradas por el camino. Si bien sabía, pues jamás lo había dudado, que la senda de su vida estaba marcada por la soledad; una soledad que sentía absoluta desde la muerte de su padre, el zahorí de la aldea.
Al amanecer, el guerrero echó a andar. El desierto se mostraba inconmensurable ante él. Más allá, muy lejos, hallaría una ciudad y una pirámide escalonada…