El zahorí

En aquella época, en aquel país, asumir la gestión el agua, el bien más preciado, suponía tanta relevancia que conllevaba la jefatura de la comunidad. Tal elección era implícita y compartida. No se efectuaba ninguna votación. El pueblo se reunía para parlamentar una vez que, tácitamente, ya se había conseguido un consenso acerca del hombre o la mujer en quien era mejor depositar esa confianza.

Al zahorí no se le escapaba que, cuando sus vecinos le pidieron que desempeñara tan importante función, no sólo le escogían por sus aptitudes y su valía. También le estaban tendiendo un salvavidas. Porque, cuando aquello sucedió, él, además de haber perdido a su esposa, se veía en la tesitura de tener que criar a un recién nacido sin ayuda alguna. Así, su aldea, aparte de colaborar con él en dicha crianza, le ofrecía una razón para seguir adelante: la responsabilidad de cuidarles.

Como zahorí, acostumbraba a efectuar diversas expediciones por toda la región, incluso más allá, gestionando recursos y pactando alianzas con las que su gente pudiera subsistir en la dureza del desierto. Conocía ampliamente la climatología. Sin embargo, la jornada que no regresó a su hogar, dejando a su hijo adolescente totalmente huérfano, erró en sus predicciones. Se halló de improviso en medio de la nada, rodeado sólo de arena, y atrapado en una ventisca tormentosa.

Únicamente la triple estrella, la cual acaso intentara ampararle, le alumbraba en mitad del caos apabullante. Él buscó en vano un sitio donde guarecerse. Montó su tienda con escasa estabilidad. Cuando trataba de cobijarse en ella, entonces, atisbó la silueta del ser desalmado que le asesinaría. Apareció de repente. Tomó la forma de una cuadrúpeda criatura endemoniada. Se acercaba lentamente a él, sonriendo con malicia, enseñando su dentadura. Era la sombra.

“Ven aquí, te conozco, monstruo de la oscuridad”, habló el zahorí. “Sé quién eres. Ya he sufrido tus dentelladas. Ansías engullir mi enfermo corazón. Así te alimentas. Pero no te lo pondré fácil. No te tengo miedo”.

Bien es cierto que no lo tuvo. Y sabía que iba a morir. Pensó en todo lo aprendido allá en la ciudad, en la pirámide escalonada. Recordó por última vez a su hijo. Se enfrentó a su asesino. No mostró ningún temor