El Reino nacía en las montañas y llegaba hasta la mismísima orilla del mar. Existió allá en una época pretérita, un lugar remoto, y unas vidas olvidadas; cuyo recuerdo se extravió precipitadamente en los recovecos del destino.
Se trataba de un Reino sencillo y sereno. Lo gobernaba un Rey magnánimo, quien estuvo rodeado de soldados y caballeros legendarios. Los grandes señores regían sus territorios con fidelidad y pacifismo. El pueblo era tan humilde como hacendoso.
Aunque es cierto que era un Reino pequeño, también fue sumamente valioso. Los frutos de sus viñedos y la exquisitez de sus especias se llegaron a comerciar por todo el mundo conocido. Y su localización resultaba altamente privilegiada y estratégica.
No es de extrañar, por tanto, que pronto surgiesen la ambición y la conspiración en torno a su gobierno. Una cadena de malvadas maquinaciones se desencadenó con la muerte del Rey en una batalla. Con ello, la corona pasó a la cabeza de un bebé que ni siquiera había nacido, bajo la regencia de su madre, quien, sin duda, sería la Reina más amada que las gentes recordasen.
Por desgracia, el niño que nació ya Rey vino al mundo enfermo. Aunque, por él, su madre y los suyos harían cualquier cosa, prestos a ampararle de las sombras. Entonces, a oídos de la Regente llegó un relato que su narrador había descubierto en el transcurso de sus sueños. Era una leyenda incierta, si bien una esperanza fantástica pero difusa. Hablaba de cierta isla, allende del mar, en cuyas entrañas se guarecía aquello que el hombre más ansiaba. Para alcanzarlo, en tres sitios había que entrar: el océano, la isla y su volcán.
De este modo, se sintió por vez primera aquel latido que procedía del punto más distante del maravilloso horizonte que se admiraba desde el castillo de la capital. Era el pálpito de una llamada. Ésta invitaba a abrazar un sino magnífico, y emprender una travesía que lo cambiaría todo.
Un barco zarpó del puerto en pos de la fabulosa isla. A bordo del mismo iban caballeros, marineros, grumetes, traidores velados y un chico con muy buena vista. Pero los días se sucedían. Y el destino perseguido, de cuya existencia no se poseía prueba sólida alguna, nunca aparecía.
Hasta que, en la novena noche, el vigía, en lo alto del palo mayor, atisbó la silueta de una isla. ¡Tierra a la vista…!