Tendido en la tierra, gravemente herido, el Rey se preguntó si, de alguna manera, había suscitado tan funesta circunstancia; si acaso el destino habría presentido que su sino no le agradaba completamente y hubiera decidido librarle de él.
Porque lo cierto era que convertirse en Rey, aunque nunca lo admitiese, ni siquiera a su esposa, jamás le había seducido del todo. Él no era como su padre, un terco y belicoso hombre en cuya testa imaginaba la marca de la corona que tan orgullosamente portaba. Tampoco era como sus hermanas, unas princesas de ínfulas y boato, con sus porvenires asegurados mediante provechosos matrimonios. Y no conoció a su madre, la cual falleció debido al parto.
No obstante, francamente, el Rey sí había deseado el trono. Por muy raro que se le hiciera cada vez que, desde que tenía uso de razón, le recordaban que, un día, sería el monarca, sí le gustaba la posibilidad de hacer las cosas de una manera diferente. Él no guerrearía a la mínima como su padre. Él no sería adusto y déspota. Él dialogaría, utilizando la diplomacia. Mejoraría las condiciones de su pueblo. Mas temía parecer endeble o gobernable.
Sin embargo, a pesar de que, ya coronado, sí procuró actuar a su manera, en el fondo, las circunstancias nunca se lo permitieron. Las conspiraciones brotaban por doquier. Los asaltos y las afrentas se sucedían. Y muchas veces tuvo que batallar. Entonces, se decía que aquello no era lo que él había querido.
Quizás dichas cavilaciones fueron escuchadas por alguna fuerza superior, la cual decidió liberarle destempladamente, hendiendo aquella espada enemiga en su vientre.
Al principio, el Rey creyó que no sería tan grave. Pero, según le abandonaban las fuerzas, y, sobre todo, cuando vio el pavor en la faz de su más valeroso caballero, sosteniéndole moribundo, supo, sin duda alguna, que iba a morir. Y, al final, se abstrajo con el deleitoso recuerdo del rostro de su amada Reina…