El cardenal manejaba con suma cautela y tiento las esencias más malignas e invisibles de la ponzoña. Estaba decidido a cumplir con su designio.
No titubeaba. No dudaba de que hacía lo correcto. Su determinación se redoblaba cada vez que observaba los deslumbrados rostros de sus feligreses durante sus homilías, cuando reconocía el alivio en sus voces después de haber escuchado sus confesiones, o cuando apaciguaba sus grandes miedos al pecado y al infierno. Solamente una fe fuerte y verdadera salvaría la deriva herética de ese país.
Ese era el motivo por el cual el cardenal se hallaba, en calidad de emisario de la única fe válida y posible, en aquel Reino. A lo largo de la historia de este, la desmesura en una mal entendida libertad de elección había dispersado al populacho. Las ovejas no podían pacer por doquier sin pastoreo alguno. Requerían un guía, una senda; precisamente aquella que él había venido a ofrecerles.
Realmente, meditaba a menudo el cardenal, su función no distaba tanto de aquella que tan rudamente desempeñaba el más predilecto caballero del Reino, un hombre a quien él detestaba sin molestarse en disimularlo. Ambos luchaban sus batallas: uno, en las guerras, con sangre y muerte; otro, en el púlpito, con amor y salvación. Pero la batalla del cardenal se distinguía de la otra por ser divina. Además, un bruto como el caballero, procedente del vulgo, no merecía ostentar su exagerada posición.
El cardenal se sulfuraba con frecuencia. Varias personas lograban incendiar su ánimo. Sólo pensar en el caballero lo provocaba, igual que la Reina o su herético druida. Pero no tenía que dejarse llevar por la exasperación. Su triunfo, el de su misión, se acercaba. Había llegado allí para evangelizar el Reino y todo estaba saliendo según lo planeado.
Así que finalizó la elaboración de aquella pócima nocturna. El Rey ya había fallecido. El caballero estaba perdido en la lejanía. Y él rezaba por que aquel veneno llegase pronto al Príncipe…