Como era un bebé, nadie le entendía. Salvo su madre, nadie le prestaba mucha atención. Lo único que hacía era comer; disfrutar mientras le bañaban, secaban y acunaban; ver y observar; oír y escuchar; y dormir. Lo mejor era dormir. Pues, cuando dormía, soñaba. Sí, el Príncipe soñaba.
En sueños, era capaz de todo. Hablaba a su madre. Le repetía que no se preocupara tanto, que lo único que él necesitaba era su mirada, su aroma y sus besos infinitos. También, jugaba con el druida, riendo a carcajadas cada vez que atrapaba los ralos mechones de su barba cana. Además, conseguía conocer a su padre, quien le llevaba de paseo a lomos de su caballo, recorriendo todo el Reino. Algunas veces, el caballero iba con ellos, para que nada pudiera amenazarle. Aunque, en ocasiones, presentía la presencia de un señor serio de atuendo purpurado. En esos momentos, le dolía la tripa, se sentía muy cansado, y llamaba a su mamá.
Cuando despertaba, el Príncipe volvía a ser un niño de muy pocos meses. Comprendía el lenguaje de los mayores, pero él sólo se expresaba con el de los pequeños. Así que no podía relatarle todo lo que hacía en sueños a quienes le rodeaban, especialmente a su madre. Le hubiera encantado hacerlo. Y pedirles que le permitieran jugar un rato con esa corona que todos estaban protegiendo para él.
Una noche, rememorando aún el tacto de su madre, acurrucado en su cuna, experimentó un sueño maravilloso. Soñó que crecía y llegaba a convertirse en un hombre. Sintió que le llamaban desde un lugar distante, hacia donde sabía que debía encaminarse. Entró en el agua, nadó por el mar, cruzando un inmenso océano, y llegó a una isla con un volcán. Después, la isla se transformaba en otra isla. Adentrándose en ella, la isla, de pronto, se convertía en un desierto. Tres estrellas brillaban en el firmamento. Y bajaban a buscarle. Le envolvían en su luz. Y le conducían a su templo…
Tres estrellas…, ¿el cinturón de Orión?
Dulce mezcla entre sueño y realidad, infancia y madurez. La certeza del amor materno frente a la incertidumbre de ese desierto que se abre ante él, tan lejos de su hogar, más allá de todo un océano y una isla…, al final del cual… le aguarda un templo señalado para él por las estrellas.
Me encanta, David 🙂
¡Muchísimas gracias, Ana! Aprecio mucho tus palabras porque yo también te he leído y he disfrutado con lo que has creado.
Espero que lo que empieza a hora (porque los relatos no eran sino el preludio) te guste también.
Y no, no es el cinturón de Orión 😉