Muchas veces, pensaba que la mala racha nunca terminaría. Él avanzaba con tenacidad, hasta cabezonería, por la yerma llanura carente de complacencias que era su vida. Las desgracias le cansaban. Se aburría de ellas. No lo entendía. Parecían inevitables.
Se levantaba cuando todavía era de noche. Daba igual la época del año. Soportaba frío en invierno y calor en verano. Cruzaba la ciudad a horas en las que ni siquiera circulaba el tranvía. Tenía un trabajo penoso en la estación de ferrocarril: enganchar los vagones. Era muy peligroso, pero lo único que había encontrado. Él quería ser maquinista. Hasta que un terrible accidente, ocurrido, según decían, por su culpa, le dejó sin empleo.
Cuidaba a su madre, internada en una residencia por una enfermedad degenerativa. Su padre les abandonó. Y su casera, una prima de su madre, era una auténtica usurera. Él se sentía solo, demasiado para lo joven que era. Algo tenía que cambiar.
Pensó que así sería el día que le hablaron del casino subterráneo. La idea la fascinó, y se propuso ir. Buscó una entrada. Al fin, la localizó. Una noche, sacó del armario su mejor ropa. Por desgracia, la plancha estropeó la chaqueta que más conjuntaba.
No lo entendía, de verdad que no. Sencillamente, ¿por qué tenía tan mala suerte?