Cuando la ciudad se dormía, él comenzaba su andadura. Abandonaba el frágil resguardo de su refugio, y echaba a caminar por calles solitarias y silentes. Su tiempo marchaba a contramano. Su jornada funcionaba al contrario que lo normal. Ya no sabía si avanzaba o retrocedía. Su vida era la de un maldito, un proscrito, un hombre triste y decaído.
Esa ciudad le protegía a su manera. Le ofrecía senderos sombríos, estrechos y desiertos. Él los aprovechaba. Transitaba la oscuridad que otros jamás acometerían. No era como los demás. No era normal. Estaba tarado. Era un hombre con carencias en su memoria y su corazón. Le faltaban piezas, y la alegría se le había escapado por las rendijas.
A veces, parecía que si ni siquiera existiera. Observaba a los poderosos, los afortunados. Estos nunca le veían. Pero, ¡cuidado!, todavía le buscaban. Él recelaba y se escabullía. A solas, en silencio, añoraba un amor infantil que no recordaba, y le ardía ese amor adulto que recordaba demasiado. Solo aceptaba la complicidad de su colega felino.
Una noche, al regresar de su peregrinaje nocturno, atisbó una silueta a lo lejos. Era una mujer, que lloraba sentada en la acera. Su faz le recordó a la amada que había perdido. Y pudo haberse alejado. Pero el hombre taciturno se acercó a ella, y la ayudó.
Qué buenos son siempre tus relatos cortos. Son intrigantes e invitan a seguir leyendo. Me encanta la atmósfera tenebrosa y llena de misterio del universo de Ciudad Fortuna. Enhorabuena.
Muchísimas gracias, Ángel. Las próximas semanas tendremos más relatos y novedades. ¡Atentos! Un abrazo.