Ahora comprendía cuán soberana y magnánima era la fortuna. Había creído entender la naturaleza de la verdadera suerte toda su vida, hasta que un instante fatal le demostró lo equivocado que estaba, pues solo al borde del peor de los precipicios discernió hasta dónde podía alcanzar tanto su poder como su generosidad.
Siempre se había sabido afortunado. Jamás lo había puesto en duda, ya que nunca tuvo motivos para ello. Nació con una suerte envidiable, aunque ahora se percataba de que los asuntos de la fortuna no solo dependían de eso que tanto estudiaban los genetistas, sino también de una cuestión de ambiente: genotipo y fenotipo. Él recibió un don, pero también supo aprovecharlo y trazó el sendero de su destino.
Sin embargo, abusó de su suerte y envidó un órdago demasiado osado. No supo prever que la temible apuesta se podría tornar en su contra. Con todo, se salvó. Porque, como descubrió en ese momento crucial, él no era un mero afortunado.
Él era muy afortunado. Lo supo el día que la suerte le libró de la muerte. Y hoy, sumido en sus curiosas cavilaciones, dio un impulso a su silla de ruedas mientras se preguntaba con regocijo cuántas sorpresas le tendría reservadas aún la ventura.