Si hubiera maquillaje para el corazón, esmaltaría el suyo para que nadie más lo hiriera. Frente al espejito, dibujó con cuidado la línea de sus ojos. ¡No más lágrimas! Esa noche iba a ser la primera del resto de su vida; y la última, en muchos aspectos. Seleccionó su atuendo. Coloreó sus labios. Y utilizó el pintaúñas fucsia que se había comprado.
Salió a la calle. Echó el cerrojo. No tenía a quién decirle adónde iba. Pero no importaba. Era libre; esa noche, más que nunca. Si no merecía a nadie, entonces nadie la merecía a ella. Así que cruzó el barrio bajo un firmamento estrellado. Procuró que sus tacones no tropezaran con el empedrado. Todavía se percibía el calor del verano ya pasado.
Aquella discoteca yuxtaponía ambientes. Algunos parecían un rincón de paraíso; otros, recodos del averno. Era, en fin, un mundo tan irreal como onírico, al que ella se entregó por completo. De improviso, atisbó la sonrisa de un chico guapo. Este le vendió el polvo rojizo. Le dijo que eran pizcas de júbilo, de la alegría que ella anhelaba.
Lo probó. Lo sintió. Danzó en mitad de la pista. Se zambulló en aquel éxtasis de música, destello y sensación. Algo en su interior se intensificó.
Incapaz de frenarlo, recorrió un sendero ascendente. Y, en la cima, halló la muerte.
Huir para olvidar