El caballero

Diez días antes, la noche previa a la partida, el caballero tuvo un sueño que le perturbó sobremanera.

Soñó que nadaba en un inmenso océano hacia un punto que se iba haciendo más y más grande. El punto se convertía en una roca, la roca en una isla, y la isla en un volcán. Él lo alcanzaba sin acusar cansancio, avanzando sin esfuerzo. De repente, el volcán entraba en erupción. ¡Debía escapar! Mas, entonces, sentía una tenebrosa llamada: algo, dentro de él, un impulso que no era capaz de gobernar, le inducía a adentrarse más y más en aquel averno, en la destrucción.

Al despertarse, se encontró tan perturbado que su reacción resultó del todo inusual. En plena madrugada, salió de su casa. Anduvo por las solitarias callejuelas de la capital. Fue a la playa. Allí, todavía azorado, agobiado por un calor inusitado, se desnudó. Se metió aprisa en el agua. Nadó mar adentro, propinando furiosas brazadas. Por suerte, minutos después, el mismo agotamiento que no acusaba en el sueño le sacó de su enajenamiento. Regresó a la orilla, donde procuró sobreponerse. La rabia y la pena, tan enquistadas en su pecho, le conminaban a llorar. Pero él se resistía.

Mientras se recuperaba, admiró el paisaje. Atisbó los primeros rayos del día. Observó en lontananza. Verdaderamente, sentía cómo un latido le llamaba, ahí, en el horizonte. Ese pálpito era una llamada, esa misma que, en el sueño, le animaba a nadar hacia el infernal volcán y no hacia la salvación. Existía una oscuridad desconocida en los confines de aquel océano que bañaba su país. Y, de alguna manera, esa oscuridad intentaba conectar con las tinieblas de su interior; unas tinieblas que brotaron en él cuando, tras los ataques de los foráneos que asolaron el país, el odio le poseyó y le llevó a buscar la más sanguinaria venganza contra los asesinos de su pobre familia.

Pero debía dominarse. Él constituía la única esperanza del Reino. Así de tajantemente se lo habían expresado. Por eso, por lealtad y por amor, había aceptado comandar la incierta expedición oceánica en busca de una isla cuya existencia ni siquiera estaba probada. En los malos momentos, se repetía a sí mismo que sus sueños y aprensiones solamente eran fruto del temor a todo cuanto fuese desconocido.

Hasta ahora. Hasta que avistaron la isla. Era real. Y verdaderamente le llamaba. Desde el castillo de popa, estudió el paraje. De allí provenía el latido, y buscaba las tinieblas de su corazón. Tuvo miedo. Aunque confió en que, una vez más, su fiel escudero, quien nunca le abandonaba, le salvara de las sombras

 

El vigía

El horizonte era una gran línea ininterrumpida. En todas direcciones, desde hacía días, la vista sólo encontraba dos cosas: cielo y océano. Ahora, un tercer elemento perseguía su destino entre ambos. Era el barco.

Todas las noches, las constelaciones se reflejaban en la superficie del mar. Durante las horas más negras de la madrugada, ni siquiera se lograba distinguir qué era superficie y qué era firmamento. Aun así, el barco proseguía. Algo latía en el horizonte.

El chaval se encaramaba a la cofa del palo mayor y cumplía su misión. Como vigía, ésta era evidente: otear sin tregua en lontananza, en busca de algún punto u otra señal que indicara la cercanía de tan enigmático destino, aquel por el cual, unas jornadas antes, se habían distanciado del continente. Buscaban una isla.

El chaval se deleitaba con el inmenso paisaje que, a pesar de monótono, él nunca se cansaba de admirar. Escuchaba el rumor del oleaje. Olía el aroma salado de esas aguas. Soñaba despierto, y recordaba cuando dormía. Muy pocas veces abandonaba aquel puesto. La soledad no le atribulaba; de hecho, él incluso la prefería. Él, que lo había perdido todo violentamente, consideraba que lo más seguro era no volver a aferrarse a nada; de ese modo, jamás se arriesgaría a perder de nuevo.

La guerra arrasó toda su infancia y, en definitiva, toda su vida. Vivía en una aldea, en una comunidad humilde y sencilla. Su padre era el molinero. Él le ayudaba cada jornada. Sus hermanas corrían felices por los campos. Su madre cocinaba maravillas. Los señores eran benévolos. Todo estaba donde se suponía que debía estar. Hasta que los feroces foráneos irrumpieron abruptamente en aquella existencia. Destruyeron la aldea, esquilmaron sus pertenencias, asesinaron a los hombres, violaron a las mujeres, arroyaron a los niños Pero él se salvó, puesto que su padre, en el momento oportuno, pudo esconderle en una desapercibida despensa subterránea del molino.

Sobrevivió a las llamas. Y, muchas veces, se preguntaba por qué, puesto que todo se le antojaba un sinsentido. En una ocasión, un viejo amigo le dijo que él se había salvado porque su papel en la historia todavía no se había terminado de relatar. Y, en noches como aquella, ahí, en lo alto del palo mayor, cuando se enrocaba en su soledad, el chaval entendía que sus pensamientos eran injustos y desacertados. Porque él no estaba solo, no. Pues a él le habían rescatado.

Su salvador fue el caballero, el hombre que le adoptó, y gracias a quien viajaba en esa embarcación. No obstante, el chico presentía que no todos a bordo eran igual de fieles a su protector. La conspiración se fraguaba en las tinieblas. Por ello, el vigía no sólo estaba atento al horizonte, sino también a los susurros

 

El latido del horizonte

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El Reino nacía en las montañas y llegaba hasta la mismísima orilla del mar. Existió allá en una época pretérita, un lugar remoto, y unas vidas olvidadas; cuyo recuerdo se extravió precipitadamente en los recovecos del destino.

Se trataba de un Reino sencillo y sereno. Lo gobernaba un Rey magnánimo, quien estuvo rodeado de soldados y caballeros legendarios. Los grandes señores regían sus territorios con fidelidad y pacifismo. El pueblo era tan humilde como hacendoso.

Aunque es cierto que era un Reino pequeño, también fue sumamente valioso. Los frutos de sus viñedos y la exquisitez de sus especias se llegaron a comerciar por todo el mundo conocido. Y su localización resultaba altamente privilegiada y estratégica.

No es de extrañar, por tanto, que pronto surgiesen la ambición y la conspiración en torno a su gobierno. Una cadena de malvadas maquinaciones se desencadenó con la muerte del Rey en una batalla. Con ello, la corona pasó a la cabeza de un bebé que ni siquiera había nacido, bajo la regencia de su madre, quien, sin duda, sería la Reina más amada que las gentes recordasen.

Por desgracia, el niño que nació ya Rey vino al mundo enfermo. Aunque, por él, su madre y los suyos harían cualquier cosa, prestos a ampararle de las sombras. Entonces, a oídos de la Regente llegó un relato que su narrador había descubierto en el transcurso de sus sueños. Era una leyenda incierta, si bien una esperanza fantástica pero difusa. Hablaba de cierta isla, allende del mar, en cuyas entrañas se guarecía aquello que el hombre más ansiaba. Para alcanzarlo, en tres sitios había que entrar: el océano, la isla y su volcán.

De este modo, se sintió por vez primera aquel latido que procedía del punto más distante del maravilloso horizonte que se admiraba desde el castillo de la capital. Era el pálpito de una llamada. Ésta invitaba a abrazar un sino magnífico, y emprender una travesía que lo cambiaría todo.

Un barco zarpó del puerto en pos de la fabulosa isla. A bordo del mismo iban caballeros, marineros, grumetes, traidores velados y un chico con muy buena vista. Pero los días se sucedían. Y el destino perseguido, de cuya existencia no se poseía prueba sólida alguna, nunca aparecía.

Hasta que, en la novena noche, el vigía, en lo alto del palo mayor, atisbó la silueta de una isla. ¡Tierra a la vista!

 

La sombra

La sombra era una criatura desalmada y antinatural, fruto de siglos de corrupción y putrefacción, incorpórea aunque colmada de inquina e inclemencia, enajenada por una codicia insatisfecha durante centurias.

A pesar de carecer de cuerpo, en su psique demenciada se entremezclaban ecos de las pieles que había vestido, a lo largo de cuyas existencias se había ido convirtiendo en la monstruosidad que ahora era.

Era capaz de vislumbrar rostros, anhelos y vivencias: un hombre de atuendo purpurado que había conspirado para asesinar a sus soberanos; una mujer con bajas raíces que había medrado mediante el estraperlo; un joven estudioso que se había condenado a sí mismo al menospreciar un amor correspondido que bien hubiera podido perdurar eternamente; una avariciosa dirigente militar que prefirió extorsionar a quienes tenía que proteger; un hombre de negocios que esclavizó a los débiles en vastos campos solares; y una madre desquiciada por la locura que alimentó el odio de sus dos vástagos. Sin embargo, cuando recordaba esas caras, ya no se reconocía en ninguna.

Porque ahora no era más que una sombra. No obstante, aún identificaba quiénes eran sus enemigos, y cuáles sus ambiciones. E, incluso carente de un cuerpo, podía ejercer un dominio malévolo sobre acontecimientos venideros. Pues su última oportunidad de poseer un poder largamente perseguido se acercaba. Ella lo sabía. Tenía que atravesar el desierto hasta la ciudad y la pirámide escalonada. La triple estrella brillaba allá arriba, y le indicaba que su partida debía ser inminente. Su letargo había finalizado.

Debía localizar un huésped, y poseerle. Cerraría una pugna iniciada casi un milenio antes. Porque su verdadera historia comenzó lejos de esa tierra, en un reino después olvidado, desde el cual se podía partir hacia una isla. El horizonte de aquel reino latía con la fuerza de la predestinación

 

El zahorí

En aquella época, en aquel país, asumir la gestión el agua, el bien más preciado, suponía tanta relevancia que conllevaba la jefatura de la comunidad. Tal elección era implícita y compartida. No se efectuaba ninguna votación. El pueblo se reunía para parlamentar una vez que, tácitamente, ya se había conseguido un consenso acerca del hombre o la mujer en quien era mejor depositar esa confianza.

Al zahorí no se le escapaba que, cuando sus vecinos le pidieron que desempeñara tan importante función, no sólo le escogían por sus aptitudes y su valía. También le estaban tendiendo un salvavidas. Porque, cuando aquello sucedió, él, además de haber perdido a su esposa, se veía en la tesitura de tener que criar a un recién nacido sin ayuda alguna. Así, su aldea, aparte de colaborar con él en dicha crianza, le ofrecía una razón para seguir adelante: la responsabilidad de cuidarles.

Como zahorí, acostumbraba a efectuar diversas expediciones por toda la región, incluso más allá, gestionando recursos y pactando alianzas con las que su gente pudiera subsistir en la dureza del desierto. Conocía ampliamente la climatología. Sin embargo, la jornada que no regresó a su hogar, dejando a su hijo adolescente totalmente huérfano, erró en sus predicciones. Se halló de improviso en medio de la nada, rodeado sólo de arena, y atrapado en una ventisca tormentosa.

Únicamente la triple estrella, la cual acaso intentara ampararle, le alumbraba en mitad del caos apabullante. Él buscó en vano un sitio donde guarecerse. Montó su tienda con escasa estabilidad. Cuando trataba de cobijarse en ella, entonces, atisbó la silueta del ser desalmado que le asesinaría. Apareció de repente. Tomó la forma de una cuadrúpeda criatura endemoniada. Se acercaba lentamente a él, sonriendo con malicia, enseñando su dentadura. Era la sombra.

“Ven aquí, te conozco, monstruo de la oscuridad”, habló el zahorí. “Sé quién eres. Ya he sufrido tus dentelladas. Ansías engullir mi enfermo corazón. Así te alimentas. Pero no te lo pondré fácil. No te tengo miedo”.

Bien es cierto que no lo tuvo. Y sabía que iba a morir. Pensó en todo lo aprendido allá en la ciudad, en la pirámide escalonada. Recordó por última vez a su hijo. Se enfrentó a su asesino. No mostró ningún temor