El heraldo

La ínfima hoguera que había prendido apenas suponía un punto más en el vasto horizonte de aquella tierra que era su país. Aquellos parajes y su familia eran uno solo. Trataba de relajarse y concentrarse, sentado con las piernas cruzadas en el interior de la pequeña cueva. Más allá, aparecían nuevamente el alba, el desierto y su misión. Él debía hallar a alguien muy relevante para la inminente guerra.

Había aprovechado las últimas horas de la noche para echar otro vistazo a las estrellas. Le habían educado en el lenguaje con el que éstas se comunicaban. No quería errar ni fracasar. No soportaría regresar a casa, después de que se le confiara una muy relevante carga, sintiéndose como un niño. Pues el heraldo, aun siendo un muchacho adolescente, siempre se esforzaba por ser un adulto.

Lo hacía porque no tenía padre. Por ello, siempre desempeñaba el rol del hombre de la casa. Se sentía forzado a ello. Y no sabía quién era su padre. Además, siempre presintió que no debía ni preguntar por él. A su lado, únicamente estaba su fuerte y amada madre, la persona que, muy pocos días antes, le había despedido, entre el orgullo y la congoja, en el portón de la muralla.

Ninguno de los dos había estado solo jamás. Formaban parte de la familia más importante del lugar. Contaban, sobre todo, con la abuela del heraldo, una nonagenaria. También había otras personas, gentes de su hogar relacionadas con ellos de una o de otra manera. Pero nadie podría completar realmente esa tríada que, alguna vez, formaran su madre y él con su desconocido padre.

En ocasiones, sobre todo en situaciones cruciales como aquella, meditaba acerca de su padre. Se preguntaba si éste estaría vivo, quién sería o dónde se hallaría. Y si, alguna vez, pensaría en él de igual modo. En esos momentos de flaqueza, temía a las sombras. Y su marca, su antojo de nacimiento, ardía especialmente.

Pero, entonces, alzaba la mirada hacia el cielo. Allí, contemplaba la triple estrella que les alumbraba. Así, comprendía que, mientras esos tres soles brillasen con semejante brío, no existirían oscuridades en el mundo; al menos, todavía no.

Repuesto, seguro de la trascendencia de su misión, el heraldo abandonó la cueva. Estaba amaneciendo. El desierto se extendía ante él. Una nueva jornada de búsqueda acababa de dar comienzo. Él no lo sabía aún, pero ese sería el día en el que, al fin, se encontraría con el mesías anunciado por su abuela

El latido del cielo

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Resultaba imposible no mirarlo. Era un espectáculo de hipnótica belleza. Protagonizaba la coreografía nocturna de la bóveda celeste. Brillaba en una cadencia que entrañaba una verdadera cuenta atrás; aunque, entonces, pocos lo sabían. Cada destello era un grano de arena cayendo al otro receptáculo del reloj.

La historia de esa tierra era milenaria y complicada. Fue la cuna de la civilización, si bien muy pocos solían recordarlo con el debido respeto. Vivió numerosas dinastías y estados. Cambió de orden y nombre en bastantes ocasiones. Fue imperio, monarquía y república. La azotó la tiranía; después, la avaricia. Y, poco a poco, fue convenientemente olvidada por los poderosos. Pero, por suerte, no por todos.

Ahora, en un punto remoto e incluso inadvertido, entre sus urbes, servía de refugio para una energía excelsa. Tal situación se había concebido a lo largo de siglos, de modo sigiloso y paciente, cuidando cada detalle. Los fieles a la causa transmitían el deber de cuidarla de generación en generación. Tres niveles la amparaban.

Primero, estaba el desierto. Se extendía por todas direcciones. Kilómetros y kilómetros de arena alrededor disimulaban la existencia de ese escondite. Su horizonte se antojaba inalcanzable. Las dunas mutaban su fisonomía constantemente. Las ventiscas podían ser muy peligrosas. El cielo se mostraba tan límpido como el terreno.

Segundo, surgía la ciudad. Pero únicamente quien conocía su ubicación exacta era capaz de localizarla. Era una especie de ciudad-estado, con una jerarquía y una religión a la que se adherían fielmente todos sus habitantes. Una muralla la circundaba y protegía. Su día a día era manso y discreto. Todos servían al bien superior.

Tercero, se alzaba la pirámide. Era una construcción formidable: formas firmes, tamaño grandioso y grabados realmente curiosos. Su arquitectura era escalonada, formada por nueve niveles. Arriba, encima del piso noveno, se erigía la última edificación, en la cual moraba la máxima dirigente de quienes allí convivían.

En sus profundidades, aguardaba latente la energía primigenia. Mas la amenaza se cernía sobre todos ellos y sobre dicho poder. La guerra era inminente. Todas las sospechas y los vaticinios coincidían en ello. Cruzarían los tres niveles. Y los granos de arena continuaban derramándose ineludiblemente.

El latido triple que palpitaba en el firmamento auguraba la llegada de dicha hora. Era una estrella compuesta por tres soles. Su posición y sus destellos entrañaban un lenguaje que muy pocos entendían.

Así, instruido en él por una anciana centenaria, aquella noche, el heraldo cruzaba el país en busca de un advenimiento extraordinario

 

El padre

Durante sus últimos instantes de vida, cuando todavía le quedaban tantísimos lugares y hallazgos por descubrir, cuando sus dos hijos apenas eran adultos, cuando aún faltaban tantos y tantos planes que disfrutar junto a su amada esposa; entonces, llevándose la mano a su dañado corazón, los momentos más dispares, creíbles e increíbles, vinieron de súbito a su mente.

Recordó noches en vela al lado de grandes pilas de libros; mañanas enteras escudriñando bibliotecas de todas partes; alocuciones inspiradas en aulas de interminables graderías; lomos de libros antiquísimos y demás objetos de historia milenaria. Porque el padre fue un creyente del conocimiento, todo un hombre del saber. Hasta que lo místico llegó a él envuelto en el amor de una mujer inesperada.

Recordó cantos provocando ondas sobre la superficie del agua; cenas a la luz de las velas aguardando a que terminara el apagón; subrayados en rojo señalando erratas de trabajos conjuntos; una noche de mucho miedo en el extranjero mientras se sucedía la revolución de terciopelo; y un sinfín de besos recibidos de improviso. Porque el padre fue el esposo de una mujer que dio a luz dos maravillosos hijos.

Recordó chapuzones veraniegos en una piscina avejentada; miradas cómplices y risillas mal disimuladas; velas encendidas en días señalados; relatos a unos oídos que nunca se cansaban de escucharle; la actitud tan responsable del primogénito, y la imaginación asombrosa del benjamín.

Mas las sombras se cernieron en torno a él. Su enfermedad cardíaca no pudo resistir más. Cerró los ojos. Los temores se disiparon. Vislumbró la imagen de un castillo a la luz de un hermoso ocaso. Vio un bosque.

Y, al final, justo antes de morir, sin que nadie lo supiera, atisbó un horizonte lejano, de arena, límpido y desértico, iluminado por una estrella radiante, que coronaba la bóveda celeste con tres soles fulgurantes

 

El decano

Esa noche, el decano tampoco podía dormir. Esa climatología no era para él, que, si bien toleraba el calor seco al que estaba acostumbrado, no lograba soportar la humedad del océano. También le influía ese otro ardor que palpitaba bajo sus pies, no precisamente lejos. Era, sarcásticamente, el que más le perturbaba.

Se levantó. Se refrescó la cara. Bebió agua fría. Salió a la terraza de la casa. Vivía cerca de la montaña, el enclave que le había conducido hasta allí. En sus ratos más paranoicos, pensaba que ese lugar pretendía repelerle, hacer su existencia fatigosa. Pero no podía dejarse enajenar por dichos pensamientos. Debía domar el hallazgo portentoso, ya que, aparte de los muchos beneficios que podía reportarle, presentía que sólo su poder podría frenar su deterioro oculto, su gran secreto.

Pues el decano estaba loco. Una pulsión desestabilizadora crecía dentro de él. Habitaba en su interior desde hacía décadas. Era algo que podía haberse desencadenado en un punto concreto que él no acababa de ubicar, que había aumentado gradualmente. Su mente fabricaba imágenes y sonidos inquietantes, unas escenas remotas igual de vívidas que imposibles, las cuales le obsesionaban. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para controlarlas. Ya lo había hecho.

Recordaba con creciente vaguedad que, en otro tiempo, había sido una persona bastante diferente. Había sido un hombre con pasiones vivificantes e incluso enamorado, aunque aquello lo estropeó sobremanera. Aspectos como el matrimonio o la paternidad habían sido huidizos para él. En cambio, se había colmado de éxitos profesionales, de dominios despóticos y de una enorme pasión por las historias y leyendas que ahora sabía que no eran, en absoluto, fantasiosas.

No obstante, lo que más le motivaba no era obtener el éxito o los beneficios, ni aplacar las voces de sus otras pieles, esas que violenta y dementemente entreveía; sino el afán de revancha, de revancha contra aquella familia: un padre, una madre y dos hijos. Se había cruzado con ellos durante demasiado tiempo. Por eso, quería tenerles cerca.

Y, en esta ocasión, lo conseguiría. Porque, esta vez, la familia estaba debilitada. El padre ya no estaba. Ahora ellos sólo eran tres. Mientras él podía ser mucho más que uno sólo

 

El doctor

El paisaje nocturno desde la ventana del despacho era fascinante. Apenas había luces, y las siluetas se confundían en la penumbra. A pesar de la brisa que corría, él se sentía acalorado. Pero su calor no procedía de fuera, sino de sí mismo, y se hallaba conectado al interior de aquella fabulosa tierra.

Él no era un doctor de los que curaban enfermedades físicas. Él trabajaba en un ámbito más íntimo y evasivo: la psique y el alma. Sin embargo, sus conocimientos y destrezas estaban resultando inservibles para sanar sus propias pesadumbres. Eso, sin duda, era la mayor frustración de un facultativo.

El doctor era un padre sin hijo. No tenía ni dónde buscarle ni adónde ir para llorarle. Pero sabía, sin dudarlo, que ya no le tenía. Le había perdido. Había sido víctima de su sino, de algo muy superior a todos ellos. Mas el carácter de grandeza de la situación no les aliviaba para nada, ni a él ni a su esposa.

Durante sus primeros años de trabajo clínico, había aprendido a escuchar y entender. Trataba depresiones, obsesiones, sinsentidos Y comprendió que podía escuchar algo más que la voz física. Mediante los procedimientos adecuados, fue capaz de transportar a sus pacientes a distintos estados, a sus otras pieles. Halló niveles de conocimiento con los que lo aparentemente casual adquiría significados novedosos y reveladores.

Sin él percibirlo, el día que efectuó aquellos descubrimientos, aceptó un sino con pesados requerimientos. Por esa senda, acabó conociendo a una mujer fantástica que le condujo a un mundo vinculado con la dichosa maravilla hallada en las entrañas de esa isla, allá en la montaña, bajo el valle.

Pero su único hijo, el tercer miembro de su familia, se había implicado peligrosamente en la cuestión. Y, ahora, le habían perdido. Jamás volverían a sentirse completos. Porque ya nunca uno más uno sumarían tres.

El doctor no sabía qué hacer. Se limitaba a contemplar aquel hermoso paisaje nocturno desde su ventana, tratando de respirar bien hondo para no terminar incendiándose por dentro. Y no dejaba de repetirse que el decano, esa figura tan oscura, era el culpable de todo. Pues ya lo había sido otras veces